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A través de la correspondencia entre Freud y la célebre «decidora» Yvette Guilbert y a la luz de otras anotaciones que se encuentran aquí y allá en la obra de Freud, los autores sacan a la luz los elementos que permiten prever una visión freudiana del arte del actor cercana a la que desarrollarán los teóricos del teatro a principios del siglo XX. Esta visión «moderna» del actor sitúa en el centro de la escena la «presencia viva» de un artista capaz de crear, mediante la construcción de una ilusión, un momento de verdad y autenticidad. Retomando las secuelas poco conocidas del «diálogo» entre Yvette Guilbert y Freud, los autores muestran la evolución de sus respectivas intuiciones sobre el arte del actor. Si, gracias a Freud, la «decidora» repensará al actor «en la forma de un "hotel amueblado", cuyo dueño se aprovecha de sus habitantes», en las cartas de Freud podemos encontrar el reconocimiento de los efectos que la magia del arte de Yvette es capaz de provocar en él: la posibilidad de «volver a ser joven por el espacio de una hora», en el presentimiento de un tiempo «fuera del tiempo, cuyo instante hace historia».